Aterricé en Buenos Aires una primavera, para tomar vacaciones de mi adicción al trabajo y superar el ser estudiante de postgrado frustrada. Pensaba que lo único que podía ayudarme a cambiar era irme al fin del mundo y estaba dispuesta a intentarlo.
Según el mapa, el “Fin del Mundo” está en la Patagonia argentina y llegar ahí puede hacerse fácil y rápido por avión o despacito, ejercitando la paciencia en un autobús. Cuando llegué al Terminal de Ómnibus de Retiro, el cartel de la taquilla decía “Capital Federal – Trelew = 20 hrs.”. Sí, mi viaje soñado al sur comenzaría rodando por carreteras australes infinitas, flaquitas como las paticas de una garza, que me llevarían muy lejos… Sola.
Trelew era mi primer destino patagónico, una población de la Provincia de Chubut, cuya existencia descubrí gracias a los programas de cocina de Francis Mallmann. Y apenas llegué, Sebastián y Diego me esperaban, “¡re contentos, che!”. Mis primeros amigos argentinos, que durante meses habían tuiteado acerca de cómo las brisas patagónicas te empujan a su gusto, pero leerlo en Twitter no era lo mismo que sentir cómo me hacían perder el equilibrio.
Mis días transcurrieron de forma lenta y pausada. Descubrí el mate y puedo decir que tomar agua de hoja de hallaca (si algún venezolano está leyendo, arrugará la cara ya) no es mi actividad predilecta. En casa de otra argentina, Celeste, me presentaron al Gancia y al Fernet, y de nuevo experimente un rechazo por las bebidas argentinas. ¡Cómo les gusta lo amargo, señores! Al menos el Gancia hizo efecto y los chistes que me parecían extraños, de pronto empezaron a causarme gracia.
También en Trelew viví la experiencia del asado argentino: 5 hombres discutiendo quién era “el asador”, los demás vigilando que a ningún vaso le faltara fernet y canciones de Los Redondos, de Papo, de Charly García, combinadas con alguna pista de “Les Luthiers”. Crecí escuchando “La bella y graciosa moza marchose a lavar la ropa…” y de pronto estoy medio mundo más lejos, ¡cantándola con 5 argentinos parcialmente ebrios!
Fui a conocer la única y gran atracción de Trelew: el Museo Paleontológico Egidio Feruglio, inaugurado en junio de 1999, para guardar en su interior tesoros arqueológicos locales, muy valiosos y curiosos. Después, me animé a hacer la excursión de rigor: ¡Avistaje de ballenas en Puerto Pirámides! Es impresionante tener 3 animales de 50 toneladas nadando tan cerca, con sus ballenatos al lado dando vueltas, reconociendo el bote…
“Aproximación máxima, señores. Por favor, guardemos extremo silencio”. Se acercan, más, más, la gente se agita. El guía continúa: “Esto pasa muy pocas veces, ladies and gentleman, las ballenas no suelen acercarse a las lanchas”. Una mamá comienza a pasar por debajo de la nuestra…Todos aguantamos la respiración. La Ballena Franca Austral se ha dejado ver muy de cerca y asoma uno de sus ojos, quizás preguntándose por qué tanta sorpresa si ella solo es un imponente espécimen que podría voltear nuestra lancha de un aletazo.
También visité a los pingüinos en su casa oficial: el Área Natural Protegida Punta Tombo, que albergaba unos trescientos mil ejemplares en el momento de mi visita y es un lugar verdaderamente mágico. Llegamos cuando aún dormían, de pie con el pico de costado, pero cuando subió el sol comenzaron a acicalarse las plumitas y a correr hasta el mar para buscar comida y volver a paso apurado, siempre luciendo impecables. Alguno nos acompañó en las caminerías pero, a mi pesar, atendí la advertencia de que sus picos pueden hacer heridas muy profundas, así que ni acercarme demasiado para la foto ni robarme un trozo de cáscara de huevo. Eso está prohibido.
Mi siguiente acto de espontaneidad sí fue más arriesgado: anotarme para un bautismo de buceo en Scuba Duba (Puerto Madryn). Al llegar, conocí a Bichi, Tabi y Pato, tres buzos casi profesionales que terminaban sus inmersiones obligatorias justamente el mismo día que yo decidí sumergirme por primera – y única – vez. Cuando haces bautismo te sumergen en lugares simples y seguros, pero como ellos eran mayoría, fuimos hasta las ruinas de un barco hundido y entraron al agua. Cuando me tocó a mí, Carolina me guió por un fondo increíble, tomé un erizo de mar, ella me soltó para tomar una foto…Y empecé a flotar sin control en el lecho marino, hasta que encontré algo firme para sostenerme, pero no funcionó. Hola, Naufragio Albatros. Sobreviví al buceo, salí a la superficie y percibí de nuevo el viento. Bajo el agua o en la tierra, estar en el sur me hizo sentir libre, mi cabeza se fue a cualquier lado, mientras mis pies – mis raíces – me mantuvieron firme, dando cada paso segura de a dónde iba, aunque el itinerario no estuviera escrito.